Reggada: la danza que convirtió un arma en símbolo - Contracultural

Reggada: la danza que convirtió un arma en símbolo

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Desde que tengo memoria, las escopetas formaban parte del paisaje en el campo de mi abuelo.

Allí estaban, apoyadas con aparente tranquilidad junto a herramientas oxidadas, aperos de labranza y montones de leña, como si fueran solo otro elemento indispensable de la vida rural. Parecían tan integradas en la escena cotidiana que, de niña, nunca me detuve a cuestionar su presencia. Para mí, eran tan normales como las gallinas en el corral o el olor de la tierra mojada después de la lluvia. Pero con el tiempo, comprendí que esas escopetas no eran meros objetos prácticos para la caza o la protección; eran fragmentos de una narrativa cultural, piezas de un rompecabezas que conecta nuestra identidad con la historia y el arte.

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Descubrí cómo estas armas habían encontrado un hogar en la simbología rifeña y cómo, a través de la reggada, habían sido transformadas en algo profundamente nuestro. En el tejido de las culturas humanas, los objetos no son meras herramientas o decoraciones: son contenedores de significados, hilos que conectan lo tangible con lo intangible. Una escopeta, ya que hablamos de ellas, no es solo un arma; es un relato en sí misma, una narrativa que se transforma según el contexto en el que es leída. Este proceso de carga y recarga simbólica no ocurre al azar; es un acto colectivo, modelado por la memoria histórica, las relaciones de poder y las tensiones entre lo impuesto y lo apropiado. Así, el símbolo trasciende el objeto, se convierte en un lenguaje en sí mismo, capaz de expresar aquello que las palabras no alcanzan. Este dinamismo es la esencia misma del símbolo en la vida social: un espacio de lucha, negociación y, en última instancia, creación cultural.

Este recorrido no pretende idealizar ni romantizar la presencia de las armas en la cultura rifeña. Las escopetas, como cualquier instrumento de violencia, han dejado huellas dolorosas que no deben ignorarse. No hay nada noble en la destrucción que pueden causar ni en el dolor que arrastran consigo. Sin embargo, lo que aquí se explora es el proceso por el cual una comunidad históricamente atravesada por el conflicto ha tomado ese objeto, nacido del dominio y del trauma, y lo ha transformado en símbolo cultural. Este giro no borra las heridas; las reconoce y las convierte en parte de una narrativa más amplia, en la que el arte emerge como respuesta al dolor, y la memoria colectiva como una forma de resistencia que no dispara, pero sí interpela.

La historia reciente de las escopetas en el Rif comienza como una cicatriz que, aún hoy, deja marcas en la memoria colectiva de la región. Durante la etapa final del siglo XIX y principios del XX, España introdujo estas armas como una herramienta de control, buscando someter a las tribus amaziges que defendían su autonomía con férrea determinación. Las escopetas, inicialmente en manos del poder colonial, representaban no solo un instrumento de violencia, sino también un símbolo tangible del dominio extranjero sobre un pueblo que conocía profundamente el valor de su tierra y su libertad.

Uno de los momentos más emblemáticos de esta resistencia se dio en 1921, en lo que para el ejército español fue una de sus mayores derrotas, conocida desde su perspectiva como el «desastre de Annual». Desde los ojos rifeños, sin embargo, fue una victoria significativa, liderada por Abd el-Krim, un estratega brillante que logró movilizar a las tribus del Rif en una coalición que desafiaba la ocupación extranjera. Este episodio marcó un punto de inflexión: las armas, incluidas las escopetas, cambiaron de manos, pasando de ser símbolos de opresión a instrumentos de resistencia.

En manos rifeñas, estas armas dejaron de representar la imposición colonial y se transformaron en herramientas de supervivencia y lucha. En un terreno montañoso que ofrecía ventajas estratégicas, estas armas eran utilizadas con ingenio, permitiendo ataques sorpresa que desgastaban a las fuerzas coloniales españolas. Estos enfrentamientos no solo fueron batallas físicas, sino también simbólicas, un recordatorio constante de que el Rif no estaba dispuesto a ceder su tierra ni su libertad sin combatir.

El conflicto se intensificó en los años posteriores, con la intervención de Francia para apoyar a España. A pesar de la valentía y resistencia del pueblo rifeño, la guerra culminó con la ocupación conjunta de las fuerzas coloniales. Sin embargo, el espíritu de lucha no fue aplastado. Las escopetas, ahora integradas en la memoria colectiva del Rif, se convirtieron en algo más que herramientas de guerra. Pasaron a formar parte del imaginario cultural, portando con ellas las historias de resistencia, las pérdidas sufridas y el orgullo de un pueblo que se negó a ser sometido.

Hoy, las escopetas encuentran su lugar en tradiciones como la reggada, pero su historia, como sucede con gran parte del patrimonio cultural amazigh, se envuelve en un velo de incertidumbre y oralidad. No conocemos una fecha exacta de su origen ni un relato único que la sitúe en un momento preciso. La tradición amazigh, transmitida de generación en generación a través de la palabra hablada, ha sido siempre un río vivo, adaptándose y transformándose con el tiempo. Sin embargo, la arabización intensificada que vivió Marruecos a partir de la década de 1960 marcó un quiebre en esa cadena de transmisión. Con ella, se diluyeron fragmentos de la historia más antigua de este pueblo y de su danza, dejando a la reggada como un testigo vivo, pero parcial, de un pasado que resiste el olvido a través del ritmo y el movimiento.

En esta danza tradicional amazigh, las escopetas no disparan, han sido sustituidas por varas decoradas o bastones que, con su elegancia y ornamentación, replican el gesto del arma original. Estos objetos, desprovistos de pólvora, se sostienen con firmeza en las manos mientras los bailarines mueven los hombros al compás de la música, marcando un ritmo vibrante y contagioso. Con cada movimiento, las armas apuntan a los demás participantes en una coreografía que mezcla energía y solemnidad. Aquí, el arma no hiere; observa. No amenaza; participa. Es un testigo silencioso del orgullo y la conexión colectiva.

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Aunque profundamente arraigada en el Rif, la reggada no es exclusiva de esta región. También se baila en otras áreas del norte de África, donde conserva su esencia como una expresión cultural vinculada a la memoria amazigh. En estos contextos, la danza evoca la fuerza de las comunidades que resistieron, celebraron y mantuvieron viva su conexión con la tierra. La escopeta, en manos de los danzantes, es una declaración de que incluso lo más oscuro puede transformarse en luz. En las bodas rifeñas, la reggada ocupa un lugar especial, convirtiéndose en un momento de expresión colectiva donde el ritmo y el movimiento simbolizan mucho más que celebración.

Este baile tradicional, ejecutado al compás de tambores y melodías hipnóticas, no solo es un espectáculo, sino un acto profundamente cargado de significado. En las bodas, donde la unión de dos familias celebra la continuidad de la comunidad, la reggada conecta a los presentes con una memoria compartida que trasciende lo individual. Los golpes duros y decididos de las piernas contra el suelo, la presencia solemne de “las escopetas” y el intercambio de miradas entre los bailarines evocan el vínculo con los ancestros y la pertenencia a la tierra. Aquí, la danza no solo une a los recién casados, sino que también reafirma la identidad colectiva del Rif, recordando que incluso en los momentos de alegría, las raíces de la comunidad son inseparables de su historia y sus tradiciones.

Los amaziges han logrado algo poderoso: transformar una herida en arte. La reggada, con las escopetas como protagonistas, no solo honra el pasado, sino que lo reinterpreta. Es una danza que no solo mira hacia atrás, sino que se proyecta hacia el futuro, llevando consigo una lección importante: cuando un pueblo encuentra su voz, incluso el arma más temida puede aprender a bailar y es que en cada movimiento, en cada giro calculado del arma, hay una declaración de resistencia, una reafirmación de la identidad y una promesa de que, aunque los objetos cambien de forma y significado, la memoria siempre bailará.

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