Finalizaba el cuarto día de travesía, la oscuridad inundando el trópico pasadas las seis de la tarde. Profunda oscuridad. Salimos a la proa del barco porque el mapa indicaba que finalmente alcanzábamos el desemboque del Río Ucayali al Amazonas. El barco se detenía: señal de que alguien se bajaba. ¿Cómo sabrán dónde tienen que parar? “A mí dejame en la puertita del Amazonas!” Danna bromeaba pero creo que el diálogo realmente sonaba así. A lo largo del viaje mucha gente desembarcó en mitad de la “nada”: desde la orilla solo se ven un par de cabañas, pero quién sabe todo lo que hay selva adentro.
El perfil de los pasajeros era variado: menos extranjeros de lo esperado (además de nosotras dos solo había una pareja rubia de ciclistas), turistas locales que venían a pasar vacaciones en la otra punta del río, jóvenes cristianos que transportaban diversas clases de pollo, una monja anciana demasiado afable, hombres panzudos con cara de pervertidos y, por encima de todo, madres y sus respectivos niños. No eran mujeres; eran madres, con muchos niños. Parecían todas muy jóvenes y muy cansadas.
En uno de esos desembarques relámpago, donde el enorme carguero no se detiene en un puerto sino que simplemente reduce la velocidad para que la gente salte a la lancha con destino a su casa -en algún punto a mi ver completamente arbitrario de la orilla-, una madre bajó con sus dos niñas de unos cinco o seis años, sus respectivos equipajes, una cómoda, una estantería, dos bicicletas infantiles, un trozo de madera de unos dos metros y medio y unas seis maletas grandes. No sé desde dónde viajaban, no sé con qué frecuencia hacían esa travesía, no sé cómo lo hacían. En la orilla había mucha gente esperándolas para recibirlas y descargar todas las nuevas adquisiciones.
En el río -y en la selva- todo es medio espectral; a veces engañoso. A bordo todo es diferente: la noción del tiempo, el sueño picado por el ruido del motor-y de los demás pasajeros- y la incomodidad de las hamacas, la hipnosis tras horas y días frente al mismo paisaje, el aturdimiento por el calor y la humedad.
Cuando, entrada la noche de ese cuarto día, entrado el barco en la intersección del Río Amazonas, el barco se detuvo, vimos desembarcar a una madre con su bebé en brazos. La vimos subir lentamente a la lancha, sola en la oscuridad. Nuestros ojos, nada acostumbrados a la penumbra y mucho menos a las dinámicas de las poblaciones ribereñas, miraban con perplejidad la lancha alejarse con destino a sabráse dónde.
Nos asomamos al borde con la esperanza de divisar algún animal acuático; real o ficticio. Yo siempre aprovechaba los momentos de relativa quietud, cuando el barco reducía el motor, y rezaba para que se me apareciera un jacaré, una sucuri, un boto cor-de-rosa. Me aburrí tras algunos minutos de infructífera observación, así que me preparé para darle un susto a Danna, pero justo se me adelantó un escarabajo que le saltó en el pelo. Corrimos a la parte trasera del barco para ver si ya había regresado la lancha de aquella extraña remesa. Tardó bastante -el capitán definitivamente se había pasado de la parada- hasta que alcanzamos a ver el foco parpadeante regresando a lo lejos. Estábamos agitadas, por el susto del escarabajo en el pelo, por el misterio de la mujer que se bajaba en medio de la nada, porque era la última noche y ya necesitábamos desesperadamente una verdadera ducha y una verdadera cama.
Yo miraba un poco a la lancha y un poco a la nada, pensaba un poco en todo y básicamente en nada, me reía de los comentarios de Danna sobre todo aquello -el humor argentino es muy sagaz. Estaba en ese estado de abstracción en el que me encuentro un 93% de mi tiempo cuando vi algo raro surgir frente a los árboles, a unos 25 metros de donde estábamos. Era algo entre una sombra y una nube, en breves términos era una espesura vertical, entre amarillo y marrón, que se erigía más alto que los árboles y se movía muy rápido de un lado para el otro. “¿Qué es eso?” Señalaba mientras me reía porque no entendía lo que veía, y me encanta no entender lo que veo. Estrechaba los ojos, los abría, intentaba seguir el movimiento de aquella materia rara cuando la vi avanzar hacia delante, en mi dirección. Di un salto hacia atrás y Danna pensó que trataba de asustarla. De repente gritó “¿Qué mierda es eso?!” y yo me reí más aún, fascinada de constatar que aquél éter indefinible realmente existía. La forma se esfumó tan fortuitamente como había surgido. Naturalmente nos quedamos algunos minutos esperando a que volviera a aparecer, o en su defecto algún jacaré, alguna sucuri, algún boto cor-de-rosa. Naturalmente nada apareció.
Llegamos a Iquitos a las cuatro de la mañana del día siguiente. Desayunamos pensando en el almuerzo. Después de instalarnos en el hostel, paseamos por el malecón hacia la Plaza de Armas y encontramos el restaurante más kitsch de la ciudad y de toda mi vida: The Yellow Rose of Texas & Margaritaville. El camarero nos sentó en un salón vacío; todo el mundo parecía preferir comer en el calor de 438˚C de la terraza. Toda la decoración era espectacular: una réplica de la Gioconda (un poco bizca), un sombrero mexicano gigante donde se leía “TEXAS”, guirnaldas de navidad y una réplica de La Última Cena -ambientada en el Amazonas. Simplemente fascinante.
Mientras esperábamos la comida aproveché para contarle a mi mamá sobre mi visión espectral. Después de agotar el repertorio de figuras folclóricas de la selva, me sugirió que lo que había visto podría ser la pororoca -del tupi “gran estruendo”-, una ola gigante que se forma en la desembocadura del Amazonas. Le agradecí por el dato (jamás pensaría que puede haber olas en medio del río) pero le dije que definitivamente no era una ola, tampoco una nube; para mí era un espíritu del bosque que había venido a saludar.
Danna y yo charlábamos y nos reíamos de nuestra inexplicable experiencia sobrenatural, recorriendo la mirada distraídamente por la decoración del restaurante. Al lado de nuestra mesa, debajo del cuadro de la Última Cena amazónica, había un gran cuadro que retrataba en tonos amarillos y rosas las leyendas del río: el barco fantasma, los delfines, la sirena Yara… “BOLUDA. ES ESO.” Danna señalaba al cuadro, me giré y lo vi de inmediato. Se me heló la sangre. Frente a los árboles y sobre las nubes se adivinaban sutiles figuras etéreas, espesuras con forma de rostro humano. No era lo que vimos: era la versión idealizada de lo que vimos -supongo que quedaba un poco feo pintar un borrón en medio del cuadro. Y lo que vimos era un espíritu del bosque; solo podría ser eso: un espíritu del bosque que salió a proteger a aquella madre y su bebé de vuelta a casa, en aquella noche oscura en medio del Amazonas.