A los veintitrés años me obligué a dejar de leer ficción. Durante buen rato solo leí ensayos, biografías y crónicas. Me prohibí la ficción con el argumento de que era un despropósito y una pérdida de tiempo. Quería saber cosas sobre historia y filosofía y geopolítica, y había concluido ―no me puedo explicar por qué― que las novelas y los cuentos no solo no me lo podían enseñar, sino que me distraían y me apartaban la vista del “mundo real”.
Un par de años después de aquella decisión cayó en mis manos una novela de Paul Auster. La estaba leyendo un compañero del trabajo y, por curiosidad, lo comencé a hojear. Había algo en esas primeras páginas que necesitaba leer en ese momento. Era un aprendizaje superior sobre la realidad, pero otro tipo de realidad, una más íntima y profunda, que me era alcanzable al reconocer parte de mi mundo interior en uno de los personajes. ¿Cómo un joven de veintitrés años, que leía desde Lima, se podía ver reflejado en la angustia y la ansiedad de un hombre grande que cruzaba débil y conflictuado un parque público de Nueva York?
Aquel libro era Diario de invierno. No quise esperar a que mi compañero terminara de leerlo para que me lo prestara, así que al salir del trabajo fui directamente a la librería para comprarlo.
Lo terminé fascinado. Y luego leí El oráculo de la noche, El Palacio de la Luna, Trilogía de Nueva York, El libro de las ilusiones y, así, asombrado por las coincidencias maravillosas que creaba Auster, leí un libro tras otro hasta volver a entregarme plenamente a la ficción.
Es impresionante cómo la literatura puede traer tanta verdad y al mismo tiempo ser esa frase mentirosa pero necesaria: «Tranquilo, no estás solo en el mundo”.