Luego de un año de mudarme a Barcelona, me inventé un currículum de barista. Estaba desempleado, en la absoluta quiebra y no aparecía ninguna oportunidad de trabajo fuera de la hostelería. Mi plan era que me escogieran y luego maniobrar en el camino. Pero en algún punto me dio pánico que me hicieran una prueba y se dieran cuenta de que no reconocía ni los botones de la cafetera. Entonces, me senté a la computadora y a lo largo de dos semanas acumulé alrededor de cien horas de videos sobre cómo extraer un espresso, emulsionar la leche y dibujar corazones en un latte. Esa cantidad de información me había convertido, en teoría, en un excelente barista. Pero me temía que en la práctica las cosas pudieran ser diferentes.
Para mi suerte, conseguí trabajo en una cafetería que recién empezaba, lo que me dio tiempo para hacer pruebas durante la marcha blanca y luego disimular hasta que aprendí a resolver lo básico. Una tarde, tuve una conversación con un compañero en la que le comenté que no me salían del todo bien los cafés. Él me dijo: “Lo haces muy bien. Solo tienes síndrome del impostor”.
Aquello me tranquilizó, pero quizá demasiado. Tiempo después, me presenté a un café mucho más distinguido, elegante y pretencioso. Y me contrataron. Mis amigos dicen que tengo un talento particular para exagerar los currículums. Pero puede que esta vez haya ido demasiado lejos. Duré en aquel empleo seis horas. Me despidieron ni bien terminó la mañana.
Esa misma semana recuerdo haber leído algo como esto en Twitter: “Chicos, no todos podemos tener síndrome del impostor. Alguien tiene que estar haciéndolo mal de verdad”.
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A veces, la mediocridad es difícil de distinguir. Me ocurre a menudo cuando escribo. Después de varias horas escribiendo, me quedo delante de la computadora con la cabeza ladeada y me pregunto a mí mismo: ¿esto está listo? Y enseguida sé que estoy caminando por esa delgada línea en la que es complicado saber si es el momento preciso para soltar un texto o si sencillamente me estoy permitiendo ser mediocre.
Nunca se puede estar del todo seguro.
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La casa de mis abuelos en Lima estaba decorada con cuadros renacentistas en los que aparecían bebés desnudos alados entre las nubes. Conforme fui creciendo, me acostumbré a la superioridad moral de aquellos bebés que te reprobaban con la mirada a lo largo y ancho de la casa. Mis abuelos tuvieron dos hijas mujeres (entre ellas mi madre) y dos hijos varones. La otra parte importante que componía la decoración de la casa eran cuatro fotos enormes de los respectivos matrimonios de cada uno de ellos. Nadie pudo doblegar la visión estética de mi abuela, ni siquiera los divorcios de mi madre y sus hermanos. Hasta que no se murió, las fotos de esos matrimonios fracasados (y las pinturas de los bebés desnudos alados) se mantuvieron colgadas en la casa.
Mi abuela escribía diarios, a los que alguna vez accedí sin su permiso cuando fui adolescente. Gracias a estos comprendí que, para ella, el mayor de los fracasos hubiera sido admitir que la vida se había transformado en una cosa que ya no le gustaba.
Por eso había diseñado su propia forma de autoengaño, su propio Good bye, Lenin!.
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Escribir me produce dos reacciones absurdamente opuestas. A veces, me enfrento a un vacío terrible que cuestiona mi propia existencia hasta la profunda depresión. Otras veces, cuando termino un texto, me quedo completamente inmóvil mirando al cielo (o al techo) en una especie de trance espiritual, como si acabara de tener una epifanía sobre mi conexión con la humanidad. Cuando eso ocurre, suelo parafrasear para mí mismo a Orson Welles y me digo en voz baja: “¿Por qué no me aplaude la laptop?”.
Días después vuelvo inevitablemente a lo del vacío terrible y esas cosas.
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Si uno googlea “fracaso”, posiblemente se encontrará con un artículo copiado de The New York Times en el que algún empresario tecnológico te cuenta sobre cómo, una y otra vez, intentó emprender con el dinero de sus padres hasta conseguir el éxito que multiplicó su riqueza familiar.
Solo hay una cosa peor que las personas que te venden la receta del éxito, y son las personas que te quieren enseñar cómo fracasar.
LinkedIn está repleto de ambas monstruosidades. Me asombra otra monstruosidad en particular: aquellos que te animan a equivocarte, pero que al mismo tiempo están dispuestos a despedirte al primer error.
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Tengo la costumbre de empezar los días jugando ajedrez en línea con cualquier desconocido. Es impresionante cómo aquello puede condicionar mi mañana. Si gano, me siento inmensamente adecuado para afrontar el mundo. En el caso contrario, decido que es apropiado dormir una hora más.
La Toti —mi tía, hija de la Tita— me enseñó las reglas del ajedrez y yo aprendí a jugarlo con mi abuelo, todos los domingos. Sus hermanos habían sido ajedrecistas semiprofesionales y mi abuelo se pasó la vida jugando con ellos y con la computadora. Era lo único que hacía. Después de la sobremesa familiar, me sentaba delante de él para perder de las maneras más humillantes.
Le gané tres o cuatro veces de las miles de veces que jugamos. Nunca sé si fue porque yo mejoré o porque él envejeció. Siempre relaciono aquellos domingos con escribir. Así es la escritura: el fracaso es la norma; el éxito, la excepción.
Es más, así es la vida: el fracaso es la norma; el éxito, la excepción.
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Aunque la arrogancia suele resultar detestable, produce mejores frases que la humildad y, desde luego, mejores frases que la falsa modestia.
Tengo un amigo que en su época fue un excelente deportista. Aunque siempre fue una persona amable y simpática, puede que la modestia no lo acompañara la mayoría del tiempo. De modo que cuando fue a un campeonato fuera de nuestro país y le fue pésimo, la gente quiso saber si aquel fracaso le había servido como una lección de humildad. Él respondió: «He vuelto a Perú con un nivel de humildad que aquí nadie tiene».
Me viene a la mente otra frase, esta es de Mark Twain: “Cada vez que me elogian me siento decepcionado: siempre creo que se quedaron cortos”.
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A veces admiro a las personas que están demasiado seguras de sí mismas. Naturalmente, a veces, las detesto.
Al mismo tiempo, es verdad que las personas inseguras suelen producir frases ingeniosas; lo lamentable es que, a menudo, estas están empantanadas de envidia.
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Este artículo iba a ir de otra cosa: reciclaba una idea que había tenido hace mucho tiempo. Mis mejores amigos tenían una teoría a la que le llamábamos “superpoderes inútiles”. Trataba de que cada uno de nosotros tenía una habilidad que no servía para nada, pero que verdaderamente nos distinguía de la masa del Instagram que se hacía famosa por saber cocinar y bailar y hacer chistes y viajar. Reclamábamos el derecho de ser inútiles un domingo, embarrados de comida chatarra, sin saciar la sed de una audiencia imaginaria que pedía una vida épica. Quizá era un consuelo, quizá era la verdad. Pero en ese entonces éramos muy jóvenes y creíamos que el mundo iba a cambiar a nuestro favor.
El artículo también hablaba de la ansiedad que producen las redes sociales y otras cosas en ese estilo como si fueran grandes novedades.
Le mostré el artículo a mi amigo Leo, un escritor brillante, también de Lima, con quien nos leemos desde los veinte años. Me dijo: “Tú pensabas así hace una década. Ahora ya no piensas de esa forma”. Dijo otra cosa, que iba más o menos así: “Nadie te exige que descubras una nueva verdad universal, pero al menos te pido que no seas obvio”.
Aún creo en nuestros superpoderes inútiles, pero ya no creo que el mundo vaya a cambiar a nuestro favor. Todo lo contrario.
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Leí una columna de Enrique Alpañés, en la cual se hace una pregunta válida: si todos tenemos síndrome del impostor, ¿de dónde aparecen tantos podcast y tantas columnas (como esta y la de él) y tanta gente opinando de aquello de lo que no sabe nada? La siguiente pregunta la hago yo: ¿acaso, en casa, no crecieron con las suficientes imágenes de bebés desnudos alados con mirada reprobatoria y fotos de matrimonios fracasados?
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Dicen que retirarse a tiempo es una victoria. Pero ¿qué es retirarse a tiempo?
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Terminé de escribir un manuscrito este año. Es un libro de cuentos, que no me pareció brillante, pero tampoco me pareció obvio. Después de una cantidad abrumadora de rechazos, lo volví a revisar. Y recordé por qué, en principio, me había mudado a Barcelona. En Lima me hacía recurrentemente una pregunta: ¿es posible vivir de escribir? La experiencia trasatlántica trajo una respuesta categórica: no. Entonces, reformulé la pregunta: ¿es posible vivir escribiendo? Quizá sea la única forma.
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Las personas que escriben nunca van a dejar de atestiguar la vida como una arrolladora oportunidad para volverla una historia, un poema o un ensayo. Es una forma involuntaria de mirar el mundo.
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Cuando me quedé sin trabajo, organicé mi vida por colores en el Google Calendar. Elegí una paleta de tonos pasteles y tierra para registrar cada intención de mi vida: el ejercicio, la escritura, los quehaceres del hogar, las entrevistas de trabajo, las clases de inglés, incluso la siesta o las reuniones con amigos en una categoría que llamo “Comidas y ocio”.
Me quería convencer de que si hacía todo —absolutamente todo— y aun así no resultaba, ya no sería mi culpa. No habría fallado yo, me habría fallado el sistema.
El método ha funcionado para restarme angustia, pero no para llegar a fin de mes.
Si el éxito es relativo, ¿por qué el fracaso a veces parece tan concreto?
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Ahora pienso, recién a estas alturas, ya sobre el final, si es que he querido escribir acerca de fracasar o acerca perder. ¿O si es que acaso ambas cosas son lo mismo o se parecen? De cualquier forma, la duda me ha hecho volver a un poema de Elizabeth Bishop: “El arte de perder no es difícil de dominar. / Perdí dos ciudades, hermosas. Y, todavía más, / algunos reinos que poseía, dos ríos, un continente. / Los extraño, pero no fue un desastre”.