Una mujer llora en el metro de Barcelona. No emite ningún sonido, pero las lágrimas le resbalan por toda la cara. Los ojos café, la nariz fina, la cara salpicada de pecas, el cabello corto y ondulado. Está de pie frente a la puerta de salida, de modo que puede ver su cuerpo repetirse en la ventana desde el otro extremo. Quizá pueda ver su labio inferior temblar y cómo sus pestañas se pegan cada vez que parpadea. Permanece con la vista quieta sobre su reflejo hasta que otra mujer, algo mayor, le toca el brazo para cederle su asiento. Ella le hace un gesto con la mano y se niega. Tres estaciones después, se baja, con las mangas del abrigo empapadas, y se pierde entre el montón de gente. llorar en el metro
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Cuando éramos niños ―es decir, cuando mi madre era joven: los ojos café, la nariz fina, la cara salpicada de pecas, el cabello corto y ondulado― ella se escondía para no llorar delante de nosotros. En el libro de Javier Naranjo, Casa de estrellas, una niña de diez años define al cuerpo como “un rostro que se mueve, se ríe, se entristece y se siente solo”. Mi madre podía reír delante de todo el mundo, pero ocultaba el resto del cuerpo en cualquier rincón de la casa. ¿Habrá llorado alguna vez en alguna calle de Lima? No lo sé. Pero tengo la certeza de que nunca lloró en un metro ni en un avión, porque nunca se subió a ninguno, ni salió del Perú en más de sesenta años.
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Mi abuela solía llorar cuando encendía las velas de las coronas de Adviento, los cuatro domingos antes de la Navidad. Decía: “Para que el año que viene sea menos horrible”. Y así, todos los años. Por ninguna razón en singular, o por todas las razones en plural. O porque sus expectativas eran demasiado altas o porque a cierta edad ayer siempre será mejor que mañana. Me parece que ella era la única persona de mi familia materna que se permitía llorar frente a públicos más amplios.
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En la familia de mi padre, si lo deseas, puedes arrojarte encima del ataúd y llorar y cantar. Puedes dejar en casa los lentes oscuros y vestir como te dé la gana. También puedes beber. Cuando murió la abuela Antonia, bebí pisco cuatro días seguidos. Era Semana Santa en Chiclayo, una ciudad pequeña del norte del Perú. Solo estaban abiertas las funerarias y las bodegas donde venden cerveza, pero no las farmacias. Tenía el dolor de muela más terrible que haya tenido en toda mi vida. Tomaba pisco y hacía enjuagues bucales con sal para paliar el dolor. Cuando el ataúd de mi abuela se hundió en la oscuridad de la tierra, el dolor se fue inmediatamente. Las personas que no acostumbramos llorar tenemos la dentadura conectada al corazón (o al sistema límbico del cerebro).
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En El Palacio de la Luna, Paul Auster escenifica cómo un desastre menor nos puede terminar de sepultar. El protagonista, Marco Stanley Fogg, está prácticamente solo en el mundo, a punto de ser desahuciado y sin esperanza alguna de que las cosas mejoren. A la hora de la cena, pretende hervir dos huevos en una olla cuando estos se le resbalan de los dedos y caen al piso. En aquel momento, Fogg no puede evitar pensar que le acaba de ocurrir lo más terrible y cruel que le haya pasado nunca: era el peso del universo hundiéndole la cabeza en el barro. “Una yema había sobrevivido milagrosamente a la caída, pero cuando me agaché para recogerla, se me escapó de la cuchara y se partió. Me sentí como si hubiera estallado una estrella, como si un gran sol hubiese muerto de repente. El amarillo se extendió sobre la clara y luego empezó a girar en espiral, convirtiéndose en una inmensa nebulosa, en un desecho de gases interestelares. Era demasiado para mí, la última e imponderable gota. Cuando sucedió esto, me senté y comencé a llorar”.
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La última vez que indudablemente he debido llorar, no lo he hecho. Murió Angello, mi tío, con quien teníamos el proyecto de restaurar una Nighthawk 250 del 92. Cuando llegué a Barcelona, casi dos años atrás, le enviaba fotografías de las motocicletas que encontraba mientras iba descubriendo la ciudad. Casi nunca acompañaba la imagen con un enunciado, porque no hacía falta. Él solía responder con un pulgar arriba y enseguida escribía el modelo y el año de la moto. Después decía: “No olvides llamar a tu mamá”. No lloré por el hecho en sí (cuando mi hermano me avisó de su muerte desde el otro lado del teléfono), pero estuve a punto de hacerlo cuando lo recordé en sus mejores momentos: haciéndonos chistes exageradamente incorrectos, mientras fumaba. Siempre fumaba. Peor aún fue cuando lo imaginé con miedo ante la enfermedad y lo inevitable, temblando, envuelto en una frazada en pleno verano. Y pensé en todos los proyectos inconclusos que dejaba a un lado por acudir a la fragilidad. En El año del pensamiento mágico, Joan Didion escribe: “Somos seres mortales imperfectos, conscientes de esa mortalidad incluso cuando la apartamos a empujones, decepcionados por nuestra misma complejidad, tan incorporada que cuando lloramos a nuestros seres queridos también nos estamos llorando a nosotros mismos, para bien o para mal. A quienes éramos. A quienes ya no somos. Y a quienes no seremos definitivamente un día”.
Cuando has estado a punto de llorar y no lo has hecho, se siente una presión extraña en el entrecejo, como si estuviera atrapado por un gancho de ropa.
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Es muy básico y obvio hacer este símil, pero al mismo tiempo es asombroso cómo la lluvia nos evoca al llanto. En su ensayo sobre la lluvia, Martina Bastos cita un pasaje de Conversación en la Catedral, de Vargas Llosa, en la que un personaje describe la fina garúa de Lima como la sensación de telarañas en la piel. La lluvia contenida también se puede sentir como el llanto contenido: como telarañas en el rostro. Chejov, el maestro ruso del relato corto, compartió alguna vez un consejo muy útil para la escritura de ficción: “No digas que tu personaje está triste: sácalo a la calle y haz que vea un charco en el que se refleje la luna”. Hace unos días, una amiga me contaba que se había pasado toda la semana llorando. Más tarde, se sumaron un par de amigos que contaron lo mismo. Concluimos que era la posición de la luna (que no estaba necesariamente reflejada en el charco de Chejov). También hablamos de la precariedad laboral, de nuestras situaciones migratorias, de las deudas de estudios, de la sensación permanente de estar fuera de lugar, hablamos de nuestros países del otro lado del Atlántico, del capitalismo, del cansancio y de Lana del Rey. Y al día siguiente cayó la lluvia sobre Barcelona.
En The Crying Book, Heather Christle escribe: “En la Luna, donde lloró el astronauta Alan Shepard, la gravedad ejerce un sexto de la fuerza que tiene en la Tierra. Las lágrimas caen, pero más despacio, como la nieve”.
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Alguien escribió en un tuit que las personas inteligentes lloran en horario de trabajo. Si vas a llorar, que al menos te paguen por eso.
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Andy y Rafa dicen que llorar en el metro es cinematográfico y aesthetic. Siempre y cuando las lágrimas caigan delicadamente sin arrastrar con ellas una deshonrosa congestión nasal. Tienen razón: la sociedad es cada vez más comprensiva y empática con las lágrimas, pero aún no acepta la mucosidad. Rafa es músico y escritor y Andy es poeta, autora de No es scroll es amor. Ambos han contribuido a la lista de canciones al final de este artículo. Alguna vez, si no me falla la memoria, hemos leído juntos y en voz alta un poema de Idea Vilariño: “Todo es muy simple / mucho más simple y sin embargo / aun así hay momentos / en que es demasiado para mí / en que no entiendo / y no sé si / reírme a carcajadas / o si llorar de miedo / o estarme aquí sin llanto / sin risas / en silencio / asumiendo mi vida / mi tránsito / mi tiempo”.
Andy dice: “A veces yo no sé si necesito llorar o masturbarme”. También dice: “Llorar es como vomitar: es algo feo y que alivia al mismo tiempo”.
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Los humanos somos los únicos animales que lloran. Para los entendidos, el llanto puede explicar mucho sobre nuestra naturaleza y evolución. El psicólogo holandés Ad Vingerhoets, que lleva más de treinta años estudiando por qué las personas lloramos, asegura que el fenómeno se modifica en sus razones conforme crecemos. Mientras que cuando somos niños lloramos más usualmente por dolor físico, de mayores lo detona el dolor emocional. Vingerhoets también dice que no existe el llanto de alegría. Entonces, ¿por qué llora un atleta olímpico luego de ganar una competencia? Según el especialista, se debe a que rememora lo difícil que fue llegar hasta allí. ¿Y los cocodrilos? Definitivamente los cocodrilos no lloran. Creo que son muy pocas las veces que he llorado sobrio o sin estar delante de una cebolla. No lo digo con orgullo, sino con debilidad, con la vergüenza de alguien que confiesa una extraña patología. ¿Será porque llorar, desde el punto de vista biológico, es lo que nos hace humanos?
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En Querétaro, México, se celebra anualmente y desde hace casi dos décadas el Concurso Nacional de Plañideras. Para resumir, es un concurso en el que se premia a la mujer que más llora enfrente de un ataúd. llorar en el metro
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He visto a muchas personas llorar a lo largo de mi vida, incluido a las plañideras de Querétaro. ¿Por qué la imagen de aquella mujer llorando en el metro de Barcelona me ha perseguido tantas semanas? Intento recordar qué es lo que sentí y en este momento solo encuentro respuestas inmensamente egoístas. Ni siquiera había hecho un esfuerzo por entender qué le ocurría. No me atravesó su fragilidad, sino la mía. La soledad que proyecta una persona llorando en medio de una multitud. La posibilidad de ser yo esa persona y no serlo al mismo tiempo. El arte ―la poesía, la música, el cine― y la pérdida nos pueden conducir al llanto. Pero a menudo mi reacción involuntaria es evitarlo y el detonante se fuga para siempre. Enseguida, de manera consciente, me esfuerzo por atraerlo y entregarme, pero la posibilidad se ha desvanecido y solo queda una sensación como de no haber conseguido estornudar.
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Cuando escribí la primera oración de este texto, varias semanas atrás, aún no sabía que Cristina Peri Rossi había escrito sobre llorar en el metro de Barcelona. O quizá lo había olvidado. Hace unos días abrí Estado de exilio, un refugio para las personas que han dejado su país atrás de toneladas de mar y de tierra. Lo abrí en cualquier página, pero como quien abre un mapa para ubicarse en el mundo. En 1973, ella escribía: “Cuando estemos borrachas / yo te contaré que una vez vi llorar a una mujer en el metro, / no puedo afirmarlo / pero estoy casi segura de que aquella mujer lloraba, / era una estación muy fría / ―pero no sé si Sants o era el invierno, / esas dos estaciones que los ricos no conocen― / y la mujer dejó caer casi nada, / una lagrimita / que a sus pies hizo un gran charco”.
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Cuando empecé este texto pensaba en contar sobre la primera vez que vi llorar a mi madre. Pero ahora entiendo que era una situación demasiado personal y que sería irrespetuoso si lo contara. Lo que puedo decir es que pasé más de veinte años creyendo que aquello no había ocurrido, que ni ella ni yo habíamos estado en esa situación y que tan solo me había inventado a mí mismo una tragedia para darle matices a mi infancia. La última vez que estuve en Lima, en octubre del año pasado, me amanecí con mi hermano tomando cerveza en su casa. Por alguna razón, salió el tema. Él me dijo: “Sí, ocurrió exactamente así”. Y enseguida pasamos a hablar de otra cosa. llorar en el metro
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