Cada noche, después de acostar a los niños, Kaisa solía subir a la terraza para fumar y pensaba en aquella tarde. Habían pasado más de diez años, pero aún se podía ver a sí misma sentada en la cornisa, abrazada a sus piernas. Una masa de gente se había reunido al pie del edificio, como si esperara a que alguien famoso se asomara por una de las ventanas. Llegó la policía y un camión de emergencia y, al cabo de unos minutos, dos bomberos desmontaron una de las ventanas del piso catorce y ayudaron a Kaisa a entrar. Al día siguiente, su fotografía y su nombre aparecieron en los diarios y las imágenes se compartieron en todos lados. La madre de Kaisa, desconectada del mundo por las telenovelas turcas, no se enteró sino hasta cuatro días después. Pero de la peor forma: mientras la familia seguía debatiendo si era necesario contárselo o no, un reportero de Canal 9 tocó el timbre de la casa y, con la delicadeza que ameritaba la situación, preguntó: ¿Usted conoce la razón por la que su hija intentó quitarse la vida? Cuando la madre entró en un ataque de nervios, el reportero le sacó la cámara de encima.
Aunque una noticia como esa nadie la olvida, Kaisa empezó a sentir, un tiempo después, que las personas fingían mejor o le tenían menos pena. Ya no se sentía aludida por los cuchicheos o los silencios repentinos en la oficina y algunas veces conseguía pensar que sus colegas y amigos ya no tenían el tema tan presente. Quizá también había personas que creían que todo había sido accidental. Ella misma lo creía en ocasiones, aunque asumía que sus amigas más cercanas manejaban distintas versiones en secreto. Para ellas, el problema de Kaisa eran los hombres. A menudo, le reclamaban por el desfile de patanes que había pasado por su vida desde los catorce años.
El último, antes de Benjamin, fue un director de teatro, que también era actor y músico y fotógrafo y escritor. Tenía cuarenta años (diez más que Kaisa) y se vestía en un punto intermedio entre los Sex Pistols e Iris Apfel. En esos tres meses, Kaisa descubrió que el sexo era más importante que conversar. Él solía proveerle de información valiosa sobre Los hermanos Karamázov y Annie Leibovitz, pero encarnaba la experiencia sexual más mediocre que Kaisa había tenido en su vida. Así que cuando él la cortó sin muchas explicaciones, ella sintió alivio de volver a la masturbación.
—Ni siquiera es que los elijas tú —le dijo una amiga, una tarde lluviosa mientras veían desde el sofá de Kaisa las repeticiones de RuPaul.
Kaisa no respondió. Solo la miró como si no entendiera nada de lo que estaba diciendo, a pesar de que lo entendía a la perfección. Era posible que con más frecuencia los hombres la eligieran a ella. Le solía ser suficiente alguien estéticamente aceptable y con curiosidad artística. Si una persona como esa le demostraba interés, ella le correspondía con adoración. Después del episodio de la cornisa, sin embargo, sus amigas dejaron de hablar sobre las exparejas de Kaisa. Solo Gabi le preguntó si es que aquello había tenido que ver con Benjamin. Ella le respondió que no, aunque la respuesta era sí, pero no de la manera en la que Gabi se lo imaginaba.
✱✱✱
Kaisa conoció a Benjamin en un bar mexicano. Era un lugar simpático en el corazón de San Isidro, donde vendían cerveza Corona, tequila y nachos con queso. Benjamin llegó con retraso. Saludó con un beso, se disculpó por la demora y se sentó a la mesa. Kaisa lo observó discretamente. Le gustó. No era tan alto como le había parecido en las fotos, pero sí muy atractivo. Tenía el cabello lacio oscuro, la barba tupida y la dentadura perfecta. Era francés, de Bretaña. Kaisa tenía una idea muy vaga sobre Francia: solo París, Torre Eiffel y Pepe Le Pew. Así que Benjamin dedicó parte de la noche a explicarle los prejuicios que tenían los bretones sobre los parisinos. También conversaron de sus trabajos (estándares, en cierto modo), de sus pasatiempos (nada demasiado inquietante, gracias a Dios), de las ideas que tenían a nivel político (en las que, felizmente, coincidían) y de por qué se habían elegido el uno al otro en una aplicación de citas.
Benjamin hablaba el castellano pausado, con algunos errores de gramática, pero con una pronunciación aceptable. Relataba anécdotas que incluían festivales de música en Europa, drogas de diseño, pueblos remotos en Latinoamérica, amistades excéntricas y memorables. Tenía el encanto de las personas que se han subido a muchos buses, trenes y aviones y que unas seis o siete veces en su vida han hecho autostop. Un viajero, digamos. Esa línea delgada entre ser un hombre de aventura y un turista sin recursos. Había estudiado negocios, pero se dedicaba a la fotografía.
—Acabo de restaurar una vieja cámara de mi tía —mencionó Kaisa. Ella era diseñadora gráfica. Aunque hubiera preferido ser bailarina o actriz, no le molestaba del todo su trabajo y le apasionaban las artes visuales en general.
—Quizá un día podamos salir a hacer fotos juntos.
Kaisa sonrió.
—Tu nombre… —dijo él—. ¿De dónde proviene?
—Mi padre se llamaba Carlos y mi madre Isabel.
—¿Carlos con K?
—Je, je, no.
La mesera se acercó y preguntó si querían algo más. Habían tomado cervezas y comido quesadillas. Como ambos dudaron, ella aprovechó para explicarles las sutiles diferencias entre las quesadillas, los tacos y los chilaquiles.
—No, gracias. Estamos bien —dijo Kaisa.
Pagaron la cuenta, terminaron sus copas y se fueron en un taxi al departamento de Benjamin. En medio de la sala, se besaron y él la giró de la cintura para ponerla contra la pared. Le desabrochó el pantalón y se lo bajó de un tirón junto a su ropa interior. La brusquedad le pareció a Kaisa perfectamente dosificada. Enseguida, él se arrodilló como si fuera a rezar y le separó las nalgas con ambas manos para introducir su lengua. Desde el interior de Kaisa, Benjamin se habría visto como Jack Nicholson en The Shining. Ella escuchó en su mente: Heeeeere’s Johnny!, al sentir el recorrido de su lengua. Cuando Benjamin la penetró, Kaisa se dijo a sí misma: Oh, ¡por fin!, sexo de verdad.
Él no le envió ningún mensaje al día siguiente y, aunque Kaisa había querido hacerlo, prefirió contenerse. Estuvo nerviosa las primeras veinticuatro horas. Le contaba a sus amigas en el chat grupal acerca de su maravilloso encuentro mientras repasaba una y otra vez la noche anterior. Le preocupaba haber cometido un error. ¿Qué error podría haber cometido? ¿Hablar mucho, quizá roncar? ¿O sería algo relacionado con el sexo? También había preguntado si en Francia tenían rey, como en España o Gran Bretaña.
—Eh, no —había respondido Benjamin—. Les cortamos la cabeza, ¿recuerdas?
Pero qué estúpida, ¿cómo había podido olvidar la Revolución Francesa?
Al mediodía del domingo, Benjamin le escribió: Ha sido lindo conocerte, y agregó el emoji de un gatito mandando un beso. Kaisa recibió el mensaje mientras cocinaba y de inmediato le respondió con otro emoji cariñoso. Reconoció para sí misma que quizá había estado demasiado paranoica. Le preguntó a Benjamin cómo estaba y qué pensaba hacer en el día. Él respondió: Nada planeado / Quieres venir a cenar?
Las cosas se dieron con naturalidad. Comenzaron a verse casi a diario, a dormir juntos con frecuencia y a enviarse mensajes ininterrumpidamente. Un tiempo después, a Benjamin le resultó apropiado comprar una cama de dos plazas y a Kaisa le pareció que era momento de presentarle a sus mejores amigas.
✱✱✱
—Gabi, Benjamin. Benjamin, Gabi.
—¡Hasta que por fin te conozco, Benji! —se emocionó Gabi y los condujo hasta la sala— Pasen, pasen.
Luisa estaba sentada en la alfombra, a los pies del sofá. Se puso de pie y saludó a Benjamin con un beso.
—¿Y Mariana? —preguntó Kaisa.
—No viene. Está con migraña, para variar.
Benjamin estuvo tímido al principio. Servía los tragos y respondía solo si se le nombraba. En algún punto habló sobre su amigo Bastien. Habían viajado juntos por la selva y hecho un ritual de Ayahuasca. Kaisa lo escuchaba con atención, pero sus amigas estaban aburridas y escépticas.
—¡Increíble este chico! —interrumpió Gabi, e hizo un gesto involuntario con el labio superior, que indicaba que algo le parecía demasiado hippie. Kaisa reconocía esa expresión. La sacaba de quicio y le daba vergüenza. Sentía que aquel colegio en el que habían estudiado juntas no era más que una burbuja social, una fábrica que producía en serie mujeres oficinistas con camionetas gigantes y casas de verano en las playas del sur.
Benjamin terminó de contar cómo había flotado y conseguido ver su propio cuerpo desde arriba. Las amigas de Kaisa dijeron que ni siquiera se les ocurriría intentarlo, que les daría miedo quedarse locas.
—A mí sí me gustaría —dijo Kaisa.
—Sí, pues, a ti sí —comentó Luisa.
Kaisa se intentó ofender durante un rato, pero pronto la conversación se desvió a temas más cómodos para ellas: anécdotas del colegio, exnovios, compañeras de clase y chistes internos. Cuando salieron de la casa de Gabi, Benjamin no quiso esperar por un taxi, así que caminaron hasta la avenida. Se mantuvo en silencio, con la vista hacia el frente y, al subir al taxi, se incomodó cuando Kaisa trató de tomarle la mano.
—¿Por qué te has molestado? —preguntó.
—No me he molestado. Solo me aburrí.
—Bueno —se fastidió Kaisa, y se corrió hasta el extremo del asiento y pegó su cabeza a la ventana.
Benjamin le preguntó al taxista si podía fumar con la ventana abierta y el taxista le dijo que no.
—Entonces déjenos acá —le ordenó.
El taxista se detuvo, Benjamin le pagó y Kaisa se bajó detrás de él. Benjamin encendió el cigarro.
—No sé si es muy seguro caminar a esta hora.
—Ya sé. Termino de fumar y tomamos otro taxi.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Tus amigas… —dijo, y arrugó la nariz—. Me parecen un poco tontas.
✱✱✱
Ambos estaban enfadados, pero también sobrepasados de trabajo. No conversaron mucho durante la semana hasta que quedaron en dormir juntos el sábado. Cuando Kaisa preparaba su mochila para ir a casa de Benjamin, le llegó el mensaje de una amiga. Una pregunta venía acompañada de la captura de un perfil de Tinder: Este no es tu Benji? Y, en efecto, era él: su Benjamin, su Benji. En principio, intentó mantener la calma y esperar lo mejor. O el mal menor, en todo caso. No quería llenarse de ideas sin primero conversarlo. Pensó en reenviarle la captura a Benjamin, pero se contuvo. En alguna medida, la manera en la que estaba manejando las cosas le provocaba orgullo. Se sentía sana y equilibrada, dueña de sus impulsos. Tan solo le escribió: Voy en camino. Y Benjamin respondió: Te espero, amor.
En el asiento trasero del taxi, Kaisa comenzó a saborear esa última palabra, a masticar ese sobrenombre cariñoso tan usual entre las parejas formales y le entró ansiedad y enojo. Era cierto que no habían hablado de exclusividad, pero, dado la forma en la que se trataban, el acuerdo le parecía implícito. A unas cuadras de su destino, empezó a dudar de si de verdad estaba en control de sus emociones o si tan solo fingía no estar histérica. Quizá estaba pretendiendo llevar la situación de una forma más europea. Más moderna, se corrigió mentalmente. ¿O es que acaso esos eran sus prejuicios sobre los bretones, los parisinos y el resto de franceses y europeos? Que eran capaces de llevar una relación más abierta, a diferencia de la mayoría de latinos. ¿Podía ella llevar una relación así? El taxi se detuvo frente a la casa de Benjamin y Kaisa le avisó con un mensaje que estaba abajo. Se abrió la puerta principal y subió las escaleras con la sangre a punto de ebullición, mientras imaginaba a Benjamin diciéndole amor a todas las mujeres que se había cruzado en la vida. Los latinos podemos decirle amor y bebé a todo el mundo, pensó, pero ¿los europeos? ¿Con qué derecho? Cruzó la puerta del departamento con el celular en la mano y le negó los labios a Benjamin al momento del saludo.
—Te he enviado algo a tu teléfono. Quiero que me expliques qué significa eso.
Benjamin la miró con extrañeza y fue por su celular. Lo revisó delante de ella y sonrió nervioso.
—Solo olvidé eliminar la aplicación, amor.
Kaisa sintió que le volvía el alma al cuerpo, pero aun así permaneció incómoda e insegura el resto de la noche. Benjamin bebía una cerveza sentado en el suelo y Kaisa lo miraba desde el sofá.
—¿Estamos en una relación exclusiva?
—No lo habíamos conversado —respondió él.
—¿Acaso hacía falta, Benjamin? ¡Ese es el problema!
—No. Tienes razón.
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Hablaron de formalidades. Se dijeron te amo y esas cosas que se dicen las parejas. Acordaron ser novios, aunque a ninguno de los dos le convencía la etiqueta. A Kaisa le pareció que ese primer desencuentro había sido definitivo para que su comunicación se tornara más profunda y transparente. Sentía que, a pesar de todo, las cosas habían salido bien y que hasta ese punto podían darse por satisfechos. Sin embargo, justo entonces, pasó algo muy raro. Estaban echados en la cama, mirando el techo y conversando, cuando Benjamin se puso de pie para ir por agua. Mientras él estaba en la cocina, Kaisa lo pensó con fuerza y, en ese mismo instante, Benjamin se transportó hasta ella. Kaisa giró sobre su hombro, aún acostada en la cama, y lo vio con un vaso vacío en la mano. A ella no le quedaban dudas de lo que acababa de pasar, pero intentó no parecer una loca. Benjamin estaba quieto y pálido. Tenía el cabello revuelto y casi no parpadeaba.
—¿Y el agua? —preguntó Kaisa.
Él la miró y se devolvió a la cocina sin decir nada. Kaisa lo hizo de nuevo: pensó en Benjamin con todas sus fuerzas y, una vez más, él se presentó a su costado, aún más pálido que hacía unos segundos. Benjamin se sentó al borde de la cama, pero enseguida se levantó de un salto y corrió a encerrarse en el baño. Kaisa lo escuchó vomitar en el inodoro. Después oyó el caño abierto y a Benjamin enjuagarse la boca. Es entonces cuando él debió haber pensado en ella con intensidad, porque Kaisa apareció, repentinamente, en el interior del baño.
Empezaron un juego de niños. Primero, se transportaban el uno al otro por todos los rincones del departamento y, luego, dado que el espacio era muy pequeño, siguieron con las pruebas en la escalera y en la calle. Esto les sirvió para comprender el mecanismo, que no era demasiado complejo, a decir verdad. En resumen, si uno pensaba de una forma específica en el otro, lo atraía de inmediato hasta su costado derecho. Siempre al costado derecho. Nunca al izquierdo, tampoco enfrente o delante. Esta certeza orientativa sirvió para tomar precauciones sobre cuándo era seguro pensar en la otra persona y cuándo no.
Hubo tiempo para dejarse ir en pensamientos más filosóficos. ¿De qué se trataba todo esto? ¿Podría tener alguna consecuencia nefasta? En pleno siglo XXI, una cosa así ya no te conducía a la hoguera, pero podía levantar la suficiente curiosidad como para que te secuestrara un laboratorio. ¿Qué pasaba en esas fracciones de segundo en las que viajaban? ¿Acaso se descomponía la totalidad de sus moléculas? ¿Recorrían los espacios a una velocidad imperceptible o se desmaterializaban para rematerializarse en otro lugar? ¿Corrían el riesgo de perder alguna extremidad en ese viaje? ¿Podrían, en un escenario menos infeliz, quedar al menos bizcos? Era todo demasiado extraño. Dado el tráfico de la ciudad, bastante conveniente, pero no por eso menos extraño e inquietante.
Pensaban, además, si es que aquel don se les había concedido por algún tipo de misión fundamental e impostergable para la humanidad. Quizá ponerle fin a una guerra, evitar un accidente aeronáutico o detener un cataclismo; cosas que fueron pronto desestimadas, porque con el tiempo fue evidente que aquello estaba en exclusivo conectado a los dos. No era posible atraer a otras personas ni evocar lugares a los que quisieran ir. Mucho menos aún, servía para fines humanitarios. Asumieron, entonces, que habían recibido esa gracia divina, hechizo satánico o lo que fuere por ser dos personas destinadas a estar juntas para siempre. Era una explicación definitivamente pretenciosa, pero les bastaba.
✱✱✱
Habían empezado a probar cosas nuevas. Iba uno de los dos al cine, se sentaba en la sala a oscuras y pensaba en el otro hasta que este aparecía a su costado. No hacía falta comprar más que un boleto y lo mismo aplicaba para viajar, entrar a museos y a conciertos. Tenían en su poder la trampa perfecta contra la industria del entretenimiento. El mundo se había vuelto un perpetuo 2 x 1. Benjamin solía hablarle del Louvre o del Museo Picasso de Barcelona. En Lima no había demasiado que ver, era cierto. Cuando fuera a visitar a su familia la llevaría con él por Europa. Por lo pronto habían acordado ir a Máncora cuando Lima se volviera a poner gris luego del verano. Pero antes de eso, Kaisa se mudó al departamento de Benjamin.
—¿Me vas a abandonar así? —exageró la madre de Kaisa, con un puchero.
Kaisa era hija única y su padre había muerto hacía tres años.
Pero era lo más lógico. A fin de cuentas, casi todas las noches quedaban en dormir juntos y, cuando no, sucedía de forma involuntaria. Los pensamientos antes de conciliar el sueño arrastraban al otro.
Una semana antes de irse a Máncora, Kaisa le pidió a Benjamin que la acompañara a ver la performance de una amiga suya. No era una amiga tan cercana, pero disfrutaba de su compañía y sus conversaciones. Formaba parte de otro grupo social, uno más bohemio y artístico. Él prefirió quedarse en casa, porque le ponían incómodo esa clase de espectáculos. Le parecían exagerados y torpes. Este, en particular, abordaba la menstruación a partir de la danza contemporánea. Era en una pequeña galería en Barranco. Kaisa estaba de pie, formando un círculo junto al resto de asistentes, y en el medio su amiga y otras mujeres hacían una coreografía. Todas tenían túnicas blancas con manchas rojas en las entrepiernas y venían encadenadas unas a otras. Kaisa pensó en lo ridículo que aquello le podía parecer a Benjamin y, sin querer, o quizá queriéndolo un poco, lo atrajo a su costado. Lo miró con vergüenza ni bien apareció. Se disculpó e intentó explicarle que no había sido a propósito. Benjamin movía la cabeza de un lado a otro.
—Te había dicho que no quería venir a esta mierda.
Ella le hizo un gesto para que bajara la voz.
—Te había dicho…
—Okay, perdona. Si quieres ándate.
Kaisa se quedó un rato para saludar a su amiga. Tomó una cerveza y, cuando regresó a casa, Benjamin estaba oyendo música en el sofá.
—Te dije que no me gustan esas tonterías.
—Ya te pedí disculpas.
—Puedes ir a ver tus mierdas de menstruación sola, pero no tienes por qué arrastrarme.
—Benjamin, si los hombres sangraran del pene una vez al mes, estarían hablando de eso todo el tiempo.
Aún no se habían solucionado las cosas. Benjamin decidió viajar de todos modos y Kaisa le dijo que ni se le ocurriera pensar en ella, que lo mejor era pasar unos días cada quien por su lado. Ella se esforzó también para no traerlo de regreso a Lima. Se escribieron solo algunas veces, pero lo suficiente para estar en mejores términos.
—¿Tienes ganas de subirte a un avión o te traigo? —preguntó Kaisa.
—Quiero volver cuanto antes.
Pasaron días buenos cuando él regresó. Pero luego su relación cambió. El universo de Benjamin se empezó a encoger. Había encontrado la forma de cobrar el seguro de desempleo de Francia, lo cual le permitió dejar de trabajar. No salía ni tenía planes de hacerlo y, cuando Kaisa pretendía salir, él buscaba excusas para retenerla.
—No me siento bien para estar solo esta noche.
—Pero tú también estás invitado, amor.
Las primeras veces, Kaisa accedió a quedarse en casa por él. Interpretó su comportamiento como una crisis de expatriado y asumió que se le pasaría. Pero a Benjamin le frustraba su fracaso para parecer un local o, al menos, un residente. Los taxis de la calle le cobraban de más y en las fruterías le sacaban los ojos. Pronto no se sentía cómodo ni en los supermercados ni en los bares. El día se le iba frente a la computadora, jugando con una pequeña consola que había comprado en Amazon. Hacía música muy tétrica: una mezcla de electrónica con el soundtrack de una pesadilla. Cuando Kaisa salía, sus amigas a menudo le reclamaban que se fuera de las fiestas y las reuniones sin despedirse. Pero no era algo que estuviera bajo su control. Benjamin había decidido que la hora límite de Kaisa eran las tres de la mañana, así que a esa hora la transportaba hasta su costado.
—No tienes derecho —se quejaba ella, y se enfrascaban en una discusión que terminaba con Benjamin golpeando las paredes y estrellando vasos contra el piso.
Otras veces era Kaisa quien lo atraía. Vivía tan alerta de la amenaza constante de transportarse fuera del lugar en donde estaba, que terminaba pensando en Benjamin y arrastrándolo hasta ella. El espacio propio había dejado de existir.
Benjamin comenzó a hablar de volverse a Bretaña. Aquello le producía a Kaisa una inmensa sensación de abandono y eso hacía que lo quisiera más. Su mundo también empequeñeció. Kaisa volvía directo del trabajo a casa. Cocinaba, tomaban vino y veían una película. Él se quedaba despierto toda la noche, jugando con la bendita consola mientras ella dormía sola en la habitación. Kaisa se sentía absorbida por un hoyo negro.
Había razones para no separarse. El sexo, cuando ocurría, era aún fabuloso. Y tenían esa facultad tan inusual que les permitía romper las leyes físicas. ¿Era eso suficiente? Al principio lo habían creído así. Kaisa, con frecuencia, buscaba emociones del pasado para justificar el presente.
La noche en la que dejó de ocurrir fue igual a la noche en que todo empezó. Sencillamente, lo descubrieron de un momento a otro. No era posible transportarse más. Hacían ensayos desde una habitación a otra y nada ocurría. Los días posteriores tampoco lo consiguieron. Discutieron por última vez por un mensaje en el celular de Kaisa. Era un amigo que le escribía a la una de la mañana, para saber si estaba despierta y tenía ganas de charlar. Benjamin reaccionó pateando un espejo de cuerpo entero que terminó reventando contra el piso.
—Eres un manipulador de mierda y un violento.
—Eres una histérica sin personalidad.
✱✱✱
En las semanas posteriores a la ruptura, Kaisa se dedicó a acumular experiencias sexuales que la distrajeran de su pasado reciente. Un par de chicos del trabajo, un amigo de Gabi y un tipo que tenía una banda de covers de Radiohead. Se descubrió pronto en una dinámica a su gusto vacía y poco placentera, y optó por frecuentarse solo con el que le parecía menos desagradable de todos. De tal modo que una o dos veces a la semana, luego de un orgasmo insípido, escuchaba roncar a su costado a la caricatura de Thom Yorke. Echaba de menos el sexo con Benjamin. Pensaba que el falso Thom Yorke era demasiado suavecito y mecánico, y fantaseaba con que le tiraran del cabello o le escupieran en los senos, que la sometieran hundiéndole la cara en la cama. Mientras se preguntaba si estaba bien de la cabeza, deseaba que Benjamin la penetrara y le apretara el cuello con las dos manos.
Después de un concierto, se quedaron bebiendo en el bar. Kaisa tomó varias copas de vino. Durante toda la noche, le excitó la idea de ser ella la que se cogía al falso Thom Yorke; ella y no la decena de veinteañeras que se había acercado a la mesa para halagarlo. Fueron a casa de Thom y Kaisa empezó a besarlo y a lamerlo apenas entraron al departamento. Se quitaron parte de la ropa y Kaisa se montó sobre él en el sofá de la sala.
—Oh, golpéame.
Thom Yorke dudó y ella creyó que quizá no se le había entendido, aunque también sintió que ese oh, golpéame había sido demasiado teatral.
—Golpéame —repitió, y Thom alzó su mano por detrás de ella y le pegó una tímida nalgada.
—Sí, así. ¡Así!
Kaisa mantenía viva la esperanza de que aquella acción escalara en intensidad. Contó tres nalgadas débiles y vio de reojo a Benjamin de pie al costado del sofá. Era como Beetlejuice. Accidentalmente, había pensado en Benjamin cada una de las tres veces —Beetlejuice, Beetlejuice, Beetlejuice— que la mano de mantequilla del falso Thom Yorke caía sobre su culo. Benjamin salió del departamento echando un portazo. Thom volteó sobresaltado, pero no demasiado: debió pensar que la puerta había quedado mal cerrada y el viento la había estrellado. Kaisa se detuvo.
—Espera, espera.
Se escurrió de los brazos de Thom y se sentó a su costado.
—¿Lo he hecho demasiado fuerte?
Kaisa pensó: bueno fuera. Pero dijo otra cosa. Después se sintió mareada y le falló la respiración. Thom le acariciaba el cabello como si fuera un gato. Enseguida el celular de Kaisa vibró dentro de su cartera. No lo miró hasta el día siguiente.
—PUTAIN DE MERDE.
✱✱✱
Kaisa sabía por qué lloraba, pero procuraba no evocarlo. Tenía certeza de que cualquier pensamiento podía atraer a Benjamin. De modo que su cuerpo se ponía en marcha para desahogarse, pero su cerebro escondía las raíces de su angustia. Se acostumbró con el tiempo a sentir culpa y vergüenza de sí misma, y adoptó una actitud nihilista y resignada. Solía ausentarse del trabajo o pedir permiso para trabajar desde casa. El día se lo pasaba en pijama y sin bañarse, con el dormitorio oliendo a comida rápida y a sábanas sudadas.
Un viernes al mediodía recogía la ropa sucia de su habitación para meterla en la lavadora. Era un extraño síntoma de energía. Pero de pronto se sintió como en uno de esos sueños en los que empiezas a caer al vacío y se halló suspendida en el aire, en el exterior del último piso de un edificio. Por suerte, la gravedad la depositó en la cornisa, que estaba tan solo a unos centímetros de sus pies. Trastabilló, pero pudo recuperar el equilibrio y acomodarse para no caer.
Miró a través del vidrio el interior del edificio y reconoció a Benjamin apoyado en la ventana. Él se puso de pie, se alejó deprisa y salió del lugar por la primera puerta que encontró. No había una expresión de asombro en su rostro. Tampoco una expresión de satisfacción que pueda ser identificable. Las personas que almorzaban en el interior se empezaron a acercar una a una. Ella veía sus bocas moverse, pero no conseguía oír nada. Era uno de esos edificios empresariales, con ventanas gigantescas que no se abren.
Se sentó, abrazó sus piernas y esperó.
Después todo aquello aparecería en las noticias y un rumor de voces se instalaría en su cabeza.
✱✱✱
¿Qué pensaban las personas sobre ella? Era lo que Kaisa se había preguntado durante mucho tiempo. También se cuestionaba si es que un hombre podría volver a amarla o si ella sería capaz de amar a alguien. En los últimos años, había comenzado a hablar abiertamente de su proceso de sanación. No desde un enfoque científico o psicoterapéutico, sino más bien desde la superstición y la autoayuda. Publicaba citas en sus redes sociales que a veces consideraba brillantes y otras veces descerebradas como una esponja marina.
Un hombre la volvió a amar y media década después se casó con él y tuvieron dos hijos. No estaba mal su marido. La felicidad, en cualquier caso, depende de las expectativas. Vivían los cuatro en un edificio moderno en el centro de San Isidro. Luego de acostar a los niños, ella tenía la costumbre de subir a la terraza para fumar. No había vuelto a saber de Benjamin, pero cuando miraba al vacío cada noche, pensaba en la remota posibilidad de volver a aparecer en una cornisa o esta vez caer los catorce pisos hasta abajo.
Era algo que no podía permitir que ocurriera. Ahora menos que nunca, cuando dos criaturas que apenas hablaban y caminaban dependían de ella. A menudo, antes de terminar el cigarro, mientras apoyaba su hombro derecho en la barandilla de la terraza, se atrevía a pensar en Benjamin durante algunos segundos. Sabía que atraerlo al vacío sería un alivio, la forma definitiva de acabar con una amenaza, como matar una araña venenosa de un pisotón. Pero enseguida nombraba los objetos que veía en la noche inmensa y estrellada y se distraía de esa idea. Apagaba el cigarro en el borde de una maceta, para después bajar y ponerse pijama. Ella solía quedarse dormida antes de que su marido apagara la televisión y se fuera a acostar. A veces, él la despertaba sin querer cuando se metía en la cama, pero en otras ocasiones podía ser sigiloso, delicado y discreto. Cuando esto ocurría y no sentía a su marido acomodarse a su costado, le entraba la falsa ilusión de que este hubiera aparecido repentinamente, y eso le provocaba terror. No se sacudía ni se sobresaltaba, sino que temblaba en silencio hasta que conseguía volverse a dormir.