“Si estamos viviendo el fin, veamos qué es lo que viene después” le dice Mara a su esposa Flávia en los últimos minutos de Cidade; campo, la última película de la directora brasileña Juliana Rojas, premiada el año pasado en el Encounters de la Berlinale. En Barcelona, se estrenó en la cuarta edición del LATcinema Fest en Barcelona, celebrado entre el 18 y el 23 de marzo de 2025 y organizado por la Casa Amèrica Catalunya.
Rojas ya se había consolidado como una maestra del misterio en trabajos anteriores como Trabalhar cansa (2011) y As boas maneiras (2017), ambos grandes retratos de la desigualdad social brasileña bajo un velo de fantasía o terror. En el caso de Cidade; campo, la realidad se esboza con ciertos trazos de distopia y un fuerte componente espiritual en el tratamiento de la naturaleza que le confieren a la trama un cariz escatológico.
Pero son tantos los finales y los recomienzos retratados en la historia que resulta difícil tratar de reducirla a una dicotomía entre la vida rural y la vida urbana, o entre la vida y la muerte, o el pasado doloroso y el futuro incierto. Rojas navega por una variedad de temas como la emergencia climática, la precariedad, el duelo, el anhelo y la lucha con una sensibilidad y fluidez que facilitan la inmersión en su universo fantástico, donde el horror es más bien una fuente de catarsis que de angustia.
El film se divide en dos partes, como bien adelanta el título; pero la una no es el negativo de la otra. La ciudad y el campo son “mundos en simetría”, como sugiere uno de los libros con los que se obsesiona Flávia, una de las protagonistas, tras encontrarlo entre las pertenencias de su recién fallecido padre. El denominador común entre los personajes es el deseo de una vida mejor, aunque esta voluntad abstracta se configure en sentidos contrarios. Aparte de eso, lo único que comparten a miles de kilómetros de distancia es la contemplación de un cuerpo celeste rojizo que parpadea cada noche junto a la luna y no parece traer buen augurio, en todo el estilo Melancholia.
Por un lado está Joana, una mujer de origen rural que se muda a São Paulo tras verse afectada por la rotura de una presa que deja toda su región inundada en desechos tóxicos. Este desastre ambiental hace referencia a dos tragedias ocurridas en el estado de Minas Gerais en 2015 y 2019, en las ciudades de Mariana y Brumadinho respectivamente. Ambas fueron causadas por la negligencia de la empresa minera Vale, que hasta el día de hoy no se hizo cargo ni de las consecuencias ecológicas de la mayor catástrofe industrial de la historia del país ni de la indemnización de sus cientos de víctimas. Joana es una de esas víctimas, obligada a recomenzar su vida en la metrópolis más grande de Latinoamérica, enfrentándose no sólo a los fantasmas de su pasado como también a unas condiciones laborales precarias y abusivas. Empleada en una agencia de limpieza doméstica, Joana atestigua una vez más la indolencia de las estructuras de poder, y encuentra en la unión con sus compañeras un reducto de resistencia contra el miedo y la coerción.
Por otro lado están Flávia y Mara, una pareja proveniente de São Paulo que se traslada a la finca donde vivía el padre de una de ellas, tras la muerte de éste. Al principio, las chicas encuentran en las actividades rurales la paz y el sentido que les faltaba en la gran urbe. Pero, poco a poco, ese locus amoenus se va desdibujando y la naturaleza comienza a verse tal y como es: un lugar de misterios y desafíos, donde la vida y la muerte coexisten de manera tan sagrada como rutinaria. Los animales mueren, el cultivo no crece, la relación entra en conflicto. Cada personaje, a su manera, se ve convocado a enfrentar su realidad y su camino; tanto el que viene como el que ya pasó.
Cidade; campo es un film fantasmagórico: Romero, el caballo blanco de Joana, se le aparece una noche en medio de una calle de la ciudad. El padre de Flávia también se le aparece una mañana, preparando café en el fogón a leña. Son visiones de consuelo en medio de una realidad dolorosa. Los espectros en Cidade; campo -si es que no siempre- son espejos de los traumas y miedos de quienes los padecen. Son el fruto de esa extrañeza ante lo que debería ser familiar, son ese punto de interrogación clavado en la idea de pertenencia. Los fantasmas, vivos o muertos, son mensajeros de las verdades profundas que necesitan las protagonistas para escapar de esa angustia.
Rojas construye todo este imaginario mediante sutilezas, detalles que pincelan los paralelismos entre historias. El campo es tanto el lugar de origen como de retorno; la selva de piedra, el lugar de paseo donde todo y todos se sienten ajenos. La naturaleza siempre llama al regreso. Las imágenes de fuego y lodo vienen a reforzar esa metáfora de resurrección, materializando todo lo que las protagonistas sienten y las espectadoras intuimos. Rojas nos concede esta omnisciencia mediante una sensibilidad estética que en ningún momento precipita sus personajes al martirio.
Joana, Flávia, Mara -y todas las mujeres que componen la historia y la enriquecen en realismo social- no son víctimas, ni supervivientes, ni heroínas: son mujeres reales que se fortalecen, las unas a las otras y a sí mismas, mediante el afecto y la resiliencia. Rojas hace un trabajo magistral en representar la diversidad de un país con la naturalidad que le es propia, sin transformarla en el leitmotiv de la película. Cidade; campo es el retrato de la realidad brasileña narrado desde una perspectiva fantástica, en todo el sentido de la palabra.