Durante la 30ª edición del festival de L’Alternativa asistimos al estreno de El Eco, documental laureado este año en la Berlinale, y presentado por su directora, Tatiana Huezo.
El Eco nos acerca a los habitantes, en su mayoría mujeres, de una pequeña comunidad rural mexicana. Sus inquietudes, sus deseos y cotidianidades se despliegan en cuatro estaciones de la cosecha hasta la sequía. Es un proceso de madurez entre azotes de viento. Los niños aprenden a cuidar y a desollar animales, a despedir una vida y asumir la muerte entre cánticos. El gran pulso cinematográfico logra que los rostros y los paisajes cuenten tanto como las palabras. En cada contraste hay humanidad y humanismo.
Conversando con Tatiana Huezo en L’Alternativa 2023
Tatiana Huezo (San Salvador, 1972) logra un retrato sensible y crudo que nos muestra rudeza y ternura a un tiempo. Sin descuidar la perspectiva de género, cuestiona y visibiliza la estructura patriarcal de la villa en la que las mujeres se ven confinadas y buscan rebelarse. La revolución contra el autoritarismo sea en el seno de la familia o en la sociedad es un elemento presente a lo largo del documental, así como la solidaridad, el apoyo mutuo y el sentimiento comunitario.

Al terminar la proyección, la cineasta mexicana conversó con nosotros y habló en profundidad del proceso creativo de la película, compartiendo anécdotas, crisis y reflexiones.
¿Por qué decidiste empezar esta película?
Necesitaba un punto de luz en mi vida. Mis películas anteriores son relatos de la guerra, la violencia contra las mujeres… Quería volver a rodar en las tierras de mi infancia algo que disipara tanta oscuridad. Lo pensé como un reto, estaba cansada de entrevistas guiadas, rodaría sin estructura y sin guías. Quería capturar la vida de la forma más pura posible, desde la mirada infantil, con la gente más conectada a la tierra. Supe que quería hablar del proceso de crecer en el campo, aunque tenía mis dudas de que pudiera interesarle a alguien.

¿Cómo descubriste El Eco?
Gracias a los maestros rurales. Llegué tras recorrer una veintena de comunidades que no nos convencieron, atraída por el nombre. Los maestros nos introdujeron en la escuela para que conociéramos a los niños. Allí me encontré a Andrea y a Lucinda realizando una tutoría y me dije «aquí es». Luego estuve visitando las casas de la gente. Pregunté por el origen del nombre del pueblo, por si había algún eco en las montañas, pero nadie sabía.
Finalmente, me indicaron la casa de una señora muy anciana que era como la bruja del pueblo, pues ella probablemente lo sabría. La casa era de techos bajos, toda a oscuras. Realmente parecía la de una bruja [ríe]. La señora me recibió muy amable y le pregunté, pero no sabía nada. No sabía nada de ningún eco, pero recuerdo que se puso seria y me advirtió: “Ten cuidado con lo qué dices porque hay días que el viento sopla, se lleva las palabras por los cerros y se oyen todas las voces.”
¿Cuánto duró el rodaje?
Estuvimos un año y medio rodando en temporadas de dos semanas. Pasábamos una semana en el pueblo y otra semana fuera, hospedados, porque las condiciones eran muy duras. El Eco se encuentra en una zona muy remota y el viento es muy fuerte y te azota. La vida allí es muy dura. Hay poca electricidad y no había baño. Tuvimos que construir uno para la crew. A pesar de las dificultades iniciales, la generosidad de la comunidad y del equipo fue inmensa. El Eco es el proyecto más íntimo que he rodado.

¿Pensaste desde el inicio en entrelazar las historias de varias familias del pueblo o consideraste solo una y luego te abriste a rodar más?
No, las tres familias protagonistas estuvieron escogidas desde el principio, antes del rodaje. La última fue la de Saraí que sustituyó a otra familia que finalmente decidió no participar. Saraí comenzó como un personaje muy pequeño y se volvió gigante en la película y en el montaje. Un mes antes del rodaje ya había detectado su mirada melancólica y sus escapadas al bosque.
Tatiana Huezo: «Los niños del campo tienen una oralidad impresionante. En general, la gente que está vinculada a la tierra tiene una capacidad de diálogo y de palabra hermosa.»
Comentas que el documental se concibe desde la mirada a la infancia. ¿Cómo fue el proceso de trabajar con niños en un entorno tan aislado?
Fantástico. Al principio la cámara causó sensación. La primera semana, sobre todo. Pero ellos veían el material conmigo, el visor, el monitor. Así, se fueron habituando al proceso de rodaje. Al punto que ellos mismos les cambiaban las pilas a sus micrófonos o le daban a la claqueta. En un tiempo hasta le decían al fotógrafo: “¿Está bien el cuadro?” “¿Qué tamaño de cuadro tienes? Digo, para no salirme.” Usaban el mismo léxico que usábamos nosotros con el equipo. Muy rápidamente, ellos se volvieron parte de este mecanismo que es el rodaje y la cámara era ya un ser más que pronto perdió interés y que simplemente estaba allí.
Por momentos, las niñas adquieren un discurso muy adulto, ¿dirigías las conversas o es algo que se dio de forma genuina?
Bueno, los niños del campo tienen una oralidad impresionante. En general, la gente que está vinculada a la tierra tiene una capacidad de diálogo y de palabra hermosa. Esto ya lo descubrí rodando mi primera película. [El lugar más pequeño (2011)] es también una película de campesinos, pero en ese caso la oralidad está construida con entrevistas.
En El Eco yo no quería explicar nada, no quería que hubiera voz en off ni entrevistas. Buscaba una exploración distinta y quería construir las secuencias como si fueran secuencias de ficción. Hay una intención en la puesta en cámara y hay un enorme trabajo con la construcción del sonido y desde el montaje. En muchos momentos, las situaciones sucedían naturalmente durante los juegos, en la escuela. En otros momentos, hay un dispositivo que yo activaba.

Por ejemplo, en la secuencia de la discusión de pareja. Yo los vi pelear muchas veces. Me parecía fascinante observar sus desencuentros donde a medias verdades se decían cosas cruciales, sobre todo por el agotamiento. La mayoría de peleas eran por dinero o por carga de trabajo.
La escena que acabamos montando la filmamos cuando ellos acabaron de cenar. Yo les dije: “ Voy a sacar la cámara, me pondré en una esquina, pero me gustaría que ustedes dialogaran un poco sobre algo de su cotidianidad en lo que no estén de acuerdo”. Esa fue la provocación de mi parte. Fue un diálogo que, tal vez, duró más de una hora entre ellos. Empezó siendo un poco banal. No pasaba nada, pero en el documental puedes darte el enorme lujo de poder esperar y, entonces, la conversación fue evolucionando hasta este punto en el que ella le propone a su compañero este pacto. “Te quedas con los niños y yo me voy a trabajar”
Otras veces, realizaba preguntas con intención para generar voluntades de diálogo. “Has pensado en preguntarle a tu abuela que hacía cuándo tenía tu edad?” En la escena donde la niña está con su madre haciendo queso la conversación arrancó de esta forma. Había momentos más o menos interesantes hasta que la niña se atrevió a preguntarle: “¿Por qué te casaste tan chiquita?”. Que resultó que siempre le había querido preguntar. Y la mamá se pone de mil colores. Son este tipo de provocaciones las que siembran las conversaciones.

Sin estructura y con tantas vidas sucediendo cada día y en diferentes perspectivas ¿Cómo decides el orden de grabación?
Es un proceso de constante reflexión con el cámara. Por ejemplo, en esta conversación entre la niña y la madre, sabíamos que si surgía algo iba a ser en la mamá y, por ello, la cámara está siempre con ella. Igual en la escuela con las tutorías. Estos niños aprenden así, dominan un tema y luego lo transmiten a otros niños. Yo sabía que podía darme el lujo de tener hasta tres planos del niño que enseñaba porque tutorizan hasta tres niños. Pero sabía que era irrepetible el rostro del niño que escuchaba. Sabíamos que lo que pudiera pasar en esas caritas, solo iba a pasar una vez. Obviamente, grabamos primero a los niños que escuchaban. Y así una gran concentración de situaciones y muchas horas de trabajo al día.
Tatiana Huezo: «Quise que los gestos guturales de los animales fueran muy humanos. Las ovejas tosen, chillan como niños, respiran, estornudan»
Aún con la voluntad de construir las escenas y la estética desde la ficción, consigues una autenticidad en el relato de cada persona ¿Cómo consigues esa naturalidad?
La naturalidad se dio porque estábamos muy cerca de ellos. Yo no creo en el cine de la mosca en la pared, ni en la cámara oculta que no interviene e intenta atrapar esa supuesta realidad intocable. Para mí el cine es justamente al revés, se trata de estar presente, participar de, tocar al otro. En esta película la cámara está muy cerca de la gente y la clave de la naturalidad está justamente en la cercanía del trato. La relación construida con los niños.
Me gustaría que nos hablaras un poco del proceso de montaje ¿Trabajaste con alguna escaleta? ¿Qué ejes narrativos priorizaste?
El montaje se realizó en paralelo al rodaje y no hubo ninguna escaleta. Solo tenía claro los ciclos. Quería que la película iniciara lloviendo y acabara en la sequía. Quería que acabara en el punto más crítico que hay en la vida de este pueblo. Cuando se apagara la última imagen de la película mi idea era que sintiéramos que, a pesar de la dificultad del momento, los niños de la comunidad han adquirido una fortaleza adulta para sobrevivir y seguir adelante con sus vidas en el campo. Todos esos eran nuestros parámetros e íbamos rodando conforme las estaciones.

Lucrecia, una gran montadora de documental con la que trabajó desde hace veinte años, iba armando las pequeñas islas. Yo veía el material, le mandaba notas, volvía a rodar. Le decía: “esto ni lo montes, aquí no hay nada, aquí hay una veta de oro”. Y cuándo acabé mi etapa de rodaje ensamblamos juntas tres meses o tres meses y medio trabajando jornadas largas de ocho a nueve horas. Y debo decir que el proceso fue muy rápido para todo el material que teníamos.
¿Tuviste que renunciar a mucho material?
Sí, quedó todo fuera [ríe]. Son más de doscientas horas de material, rodé muchísimo. Es terrible rodar mucho material porque puedes perderte eternamente en el montaje. Quedaron fuera muchas otras películas.
Es una obra muy sensorial, ¿cómo habéis trabajado el sonido para que tenga esa potencia inmersiva en cada escena?
Lo hemos cuidado mucho, sí, yo creo que en otra vida fui sonidista [ríe]. Me enamora el sonido y me parece una herramienta muy poderosa para llevar a un viaje sensorial al espectador. Recuerdo la primera vez que escuché el bosque con viento, el crujir de las ramas era alucinante, se entonaban rugidos y sonidos metálicos. Cada vez que llegaba un sonidista íbamos para allá y les decía: “súbele, súbele oigamos rugir al bosque”. Con la diseñadora hicimos un trabajo especialmente cuidadoso para potenciar el sonido natural y hacer del paisaje un personaje más con su idioma propio.
Quise que los gestos guturales de los animales fueran muy humanos. Las ovejas tosen, chillan como niños, respiran, estornudan. Estoy especialmente orgullosa de la respiración del oso. El sonidista le persiguió durante tres días al pobre oso para conseguirla. Luego trabajamos con unos argentinos expertos en foley para conseguir aquellos sonidos que no pudimos capturar en directo. Así se genera una banda sonora.
Has comentado que grabaste durante un año y medio en unas condiciones difíciles. ¿Cuáles fueron los momentos más duros que atravesaste durante la grabación y qué aprendiste de ellos?
Un momento crítico fue la muerte de la abuela. Fue algo muy inesperado. La abuela era muy fuerte y estaba bien de salud. En aquel momento, yo estaba fuera de la comunidad y recuerdo que la familia me llamó y me dijo: “la abuela está muriendo si quieres despedirte de ella tienes que venirte ahorita”. Fue un momento muy duro, sucedió en la primera etapa del rodaje, algo qué no esperábamos para nada. La abuela fue de las primeras personas que me abrió su casa, que me tuvo confianza. Nos hicimos amigas. Era muy cachonda, muy pícara. Todavía se cocinaba, caminaba, era bien independiente. Fue muy fuerte sentirla partir.
También fue conmovedor y muy hermoso como quedó guardado en la película y, en cierta forma en mi vida, ese momento de despedida. Ver como llegaba gente de los pueblos aledaños con leña, pan y café. Como iban llenando la casa alrededor del cuarto de la abuela y comenzaban este rezo y este canto. Me dije, joder, qué fuerte el sentido comunitario que sostiene esto. Fue algo de lo que no era consciente y entendí que este sentido comunitario también forma la identidad y el carácter de estos niños. Ese cariño a la familia, la fuerza solidaria… Fue un momento muy triste, pero muy hermoso.

Otro momento muy duro fue en la última etapa del rodaje, cuándo supimos de la desaparición de Montse. Yo había vuelto al Eco para rodar el final de la película. Y ella se fue al segundo día que yo llegué. Casi me da un soponcio porque no entendía que había pasado. Además, ella era mi heroína, mi protagonista. Montse siempre fue muy fuerte en la peli desde el día cero.
Me llegó el rumor de que ella no estaba en su casa. Cuando llegué allí vi a la mamá totalmente destruida y nos preguntamos si estaría bien, si la habrían secuestrado. El secuestro de niñas es algo que está ocurriendo con frecuencia en los pueblos de México. Pasaron varios días hasta que llegó un mensaje de Montse avisando que estaba bien y ya volvimos todos a la realidad. Estas fueron las verdaderas crisis.
Para concluir, al inicio has hablado de El Eco como el proyecto más íntimo que has realizado, ¿Cuál ha sido la respuesta de los protagonistas al verse a sí mismos en el documental?
Recién ahora lo voy a llevar al Eco para que lo vea toda la comunidad. Aunque la peli se estrenó hace un mes en México, en un festival muy lindo (el festival de Morelia), y vinieron las niñas con sus familias. Saraí está ya adolescente, súper rebelde. Lo primero que me dijo fue: “Está bien la peli, sí me emociona un poco estar aquí en el estreno, pero ¿sabes por qué vine?” Y yo: “¿por qué?” “Porque voy a volver a ver a mi abuela”. Esto me lo dice antes de entrar a la sala y fue muy intenso. Ella lloraba, reía, lloraba. Acabó agotada después de la proyección del impacto de volver a ver… Además, le dije: “¿Has ido al cine alguna vez?” Y me dijo: “Sí, claro, igualmente no me acuerdo porque creo que tenía cinco años” me responde. Entonces pienso que no había ido al cine antes.
Son niños que apenas han salido de su comunidad. Ellas ya conocían el material, lo visionamos tantas veces… Pero la recibieron con mucha emoción y tienen muchas ganas de que la vean en el pueblo que es lo que sigue ahora.