Este año se celebró la octogésima primera edición del Festival de Venecia en el Lido, que abarcó desde los últimos días de agosto hasta la primera semana de septiembre, y yo estuve allí. Fue mi primer contacto con un festival de clase A y no podía no dedicarle un artículo a mi peculiar (pero maravillosa) experiencia como acreditada.
En esta primera crónica veneciana pretendo comentar brevemente (esto, claro, desde mi particular concepción de la ‘brevedad’) las películas y la serie que vi para contaros mis impresiones de una forma distendida y (espero) cercana. Tomad mi palabra como la de una humilde «corresponsal» que se hospedaba a 20 kilómetros de la sede del evento (kilómetros que había que salvar por tierra y por mar, no olvidemos esto) y dormía una media de cuatro horas diarias; quizá mi criterio no sea el más agudo dadas las circunstancias. Pero, al menos, os puedo ofrecer la perspectiva de cómo es ir a Venecia cuando tus padres no tienen una entrada en Wikipedia.
Venecia 81: El palmarés Contracultural
Mi presupuesto, generoso para la ocasión pero forzosamente acotado, y las necesidades humanas básicas (como alimentarme de algo más que focaccia) me permitieron disfrutar de los cinco primeros días del Festival, sin contar el 28 de agosto que lo dediqué junto a mis amigas a instalarnos y a recoger la acreditación. Esto significa que, inevitablemente, me perdí proyecciones abiertas al público como las de Queer de Luca Guadagnino o The Room Next Door, de Almodóvar. En los flamantes cinco días de los que dispuse alcancé a ver 7 largometrajes y 4 capítulos de una serie. Estos números quizá les resulten algo modestos a ciertos cinéfilos con un síndrome de Diógenes que les impulsa a acumular visionados como si fuesen cromos. Pero ese es un asunto aparte.
Una se descubre a sí misma corriendo de un lado a otro, esperando horas y horas en rush lines con la vana ilusión de conseguir entrar a una sala o aguantando bajo el sol abrasador de las tres de la tarde para vislumbrar durante una milésima de segundo uno de los (presumiblemente) muchos mechones de pelo de Cate Blanchett en la alfombra roja. Dicho mechón, abstraído de la cabeza que lo porta, podría pasar desapercibido en otro contexto, pero siendo una sinécdoque de la icónica actriz australiana su avistamiento cobra una magnitud especial en la vida del afortunado o la afortunada que lo avista. Puede que esta mecánica festivalera atonte un poco, sí, y sin embargo resulta muy, muy divertida si te dejas llevar.
Sin más dilación, comencemos por aquellas películas que no recomiendo demasiado para terminar dando importancia a las que, a mi cuestionable criterio, lo merecen más. El primer día lo inauguramos con la proyección matutina de Bitelchús Bitelchús de Tim Burton. Debo decir que nunca he sido fan de Tim Burton; no me atrae especialmente su trabajo, aunque reconozco y valoro sin reticencias su capacidad imaginativa y las virguerías estéticas de su puesta en escena.
En concreto, la segunda entrega tras su primer Bitelchús de 1988 (la cual no he visto) me pareció aburrida, no muy destacable más allá de algún momento musical inspirado. Al salir, mi amiga Paula opinó que al filme no le sentaba bien la “pulcritud” de la imagen digital. Me atrevo a suponer que la primera película, estrenada a finales de los 80, encierra en sí un cierto aire de nostalgia para las espectadoras de hoy que la industria trata de replicar constantemente unas décadas después, quizá sin tanto éxito.
En este tipo de obras, la cualidad artesanal de los efectos visuales y sus posibles imperfecciones, sumada al descubrimiento de intérpretes carismáticos y jovencísimos como Winona Ryder, constituían un valor especial difícil de igualar en el momento en que vivimos. Al menos esa es mi sensación, parecida a la que me provocan las primeras entregas de Star Wars comparadas a sus sucesoras más recientes.
La siguiente fue Maria, de Pablo Larraín. Ya de antemano la elección de Angelina Jolie, una diva del cine hollywoodiense, para interpretar a un personaje como Maria Callas se hacía muy complicada de defender. La diferencia, además, se hizo todavía más patente al ver imágenes reales de la cantante de ópera al final de la cinta, evidenciando que el parecido entre las dos mujeres es completamente inexistente. Y ni siquiera me estoy refiriendo a los rasgos físicos, pues entendería que se priorizase una buena interpretación a un parecido trivial en, por ejemplo, la forma de dos narices.
Se trata de que en presencia, carácter, gestualidad o “aura”, si se quiere llamar así a esa esencia personal tan difícil de verbalizar, Jolie y Callas se asemejan como un huevo a una castaña. La apuesta por un icono como Angelina y toda la idolatría que Larraín despliega a su paso (en decorados, vestimenta, ángulos de cámara, etcétera) hacen de Maria una propuesta vacía, que no nos aproxima a la comprensión profunda de una mujer interesantísima sino al mito eternamente repetido de la diva en decadencia, consumida por las adicciones y la nostalgia de un pasado mejor. Belleza hay a raudales; sensibilidad, muy poca. Admito que lloré como una magdalena de todas formas. Pero cómo no vas a llorar escuchando O mio babbino caro.
Los únicos personajes que conseguían escapar por momentos de esa espiral de grandilocuencia y cursilería eran los dos secundarios, trabajadores del servicio de la Callas, interpretados por los italianos Pierfrancesco Favino y la siempre luminosa Alba Rohrwacher. Sin embargo, pensándolo en frío, su rol en el filme no es otro que redirigir la atención al carácter atormentado e impetuoso de la protagonista, como diciendo «¡fíjate qué desequilibrada está!».
Por otra parte, El jockey de Luis Ortega resultó una película valiente y considerablemente disfrutable para ver a las nueve de la mañana. Se divide en partes muy diferenciadas entre sí, en ocasiones de tinte muy dramático, en otras más juguetón, construyendo una poética queer muy particular y refrescante. Quizá ciertos ejes temáticos pierden potencia al surgir de pronto a mitad del metraje, desdibujando sus intenciones, pero os animo a verla y a juzgar por vosotras mismas. Creo que, como mínimo, algo interesante encontraréis. Visualmente, parece una sucesión de cuadros de Hopper en movimiento.
Cito brevemente dos filmes que no me gustaron especialmente: Leurs enfants après eux y Mon inséparable, aunque si tuviese que salvar uno sería el segundo. El primero es la eterna historia de violencia estructural cruda en barrios marginales que no se atreve a decir nada nuevo. Ocurrió lo peor que puede pasar en estos casos: los personajes no parecían humanos de carne y hueso, sino más bien meros catalizadores de las tesis de la película. Es desazonador exponerse a tanta crudeza y desesperanza durante dos horas y media de metraje para no haber sacado nada en limpio al final del mismo.
Mon inséparable, por su lado, podría catalogarse dentro del género “películas del programa de la asignatura de Educación para la Ciudadanía”. Es correcta, pero si algo la hace sobresalir de algún modo es la interpretación de su protagonista, Laure Calamy. La premisa de partida es interesante: dos personas con discapacidad intelectual esperan un bebé, y la madre de uno de ellos debe confrontarse a la inesperada paternidad de su hijo, al que todavía no acaba de ver como a un adulto funcional.
The Brutalist de Brady Corbet fue el esperado broche de oro a nuestra estancia en el festival, ya que tuvo una maravillosa acogida por parte del público. Sin duda, a cada plano se podía sentir en la sala que estábamos viendo una película destinada a considerarse un clásico moderno, tener una muy alta puntuación en IMDb y ser mencionada por todos los cinéfilos que quieren hacerse los interesantes.
Si me dieran un euro por cada vez que he visto a Adrien Brody interpretando a un judío cuya profesión artística tiene un peso importante en la trama de la película, tendría dos euros. Que no es mucho, pero ya es una coincidencia. Bromas aparte, y que quede entre nosotras: a mí no me pareció para tanto. Pero debo mantener esta opinión en la clandestinidad o me arriesgo a que me hagan mansplaining.
De hecho, atreviéndose a abordar un tema tan sórdido y delicado como el que surge repentinamente en la segunda parte de la cinta, no me pareció que el tratamiento fuese lo suficientemente sensible. El resto es todo fábula: una sucesión de acontecimientos que pueden interesar más o menos, presentados con un envoltorio estético espectacular. Su diseño de producción es innegablemente soberbio, al César lo que es del César.
Por fin, procedo a hablaros de mi película favorita de todas las que vi: Trois amies de Emmanuel Mouret. Qué decir… Tres amigas de clase media, alrededor de la treintena, todas en relaciones heterosexuales más o menos convencionales. Muy confundidas: una teme haber dejado de querer a su fantástico novio, la otra sospecha que el suyo tiene un affaire… Si ese tipo de ficción rohmeriana no es vuestro estilo, no creo que la disfrutéis. En mi caso, diría que es mi género cinematográfico favorito: francesas reflexivas sin (aparentemente) mucho que hacer más allá de darle vueltas a su vida sentimental y quedar con sus amigas para compartir quebraderos de cabeza. Ah, y en casas muy bonitas, por supuesto.
En cuanto a la serie de Alfonso Cuarón, Disclaimer, debo decir que fui una de las desertoras que no acudió a ver la segunda tanda de episodios (del 5 al 7). En cambio, resistí estoicamente los primeros cuatro. Al parecer, justo en las entregas que no vi hubo gran cantidad de sorprendentes giros de guion que enderezaban la maniquea historia que se nos presentaba en las primeras. Durante esas casi cuatro horas que padecí no pude dejar de advertir un tufillo a misoginia y, sobre todo, a morbo exacerbado realmente indigesto. Supongo que la gracia consistía en que, al final, nada era lo que parecía, y la ponzoñosa perspectiva del narrador masculino sería puesta en evidencia por la femenina. Yo me ahorré todos esos plot twists e invertí mi tiempo en otras cosas. No me arrepiento.
Y hasta aquí el repaso de todas las piezas cinematográficas que vi, con algo de lástima por no haber podido entrar a los cortos de Marco Bellocchio y Alice Rohrwacher: Se posso permettermi Capitolo II y Allégorie cittadine, respectivamente. Pero, a diferencia de Michelle Yeoh, yo no puedo estar a la vez en todas partes y, aunque pudiese, las entradas para cada proyección se agotaban en un chasquido de dedos. No negaré la absurdez del hecho de que haber pagado una acreditación no te asegure ver ninguna película, como es igualmente absurdo que no haya ni un solo enchufe en todo Lido donde poder cargar el teléfono o que solo encontrásemos dos fuentes* (una en cada punta) para beber agua potable.
*El segurata que nos dijo vehementemente que había «plenty of fountains» me lo va a tener que explicar.
Una también se siente un poco ridícula echando carreras para ver la mayor cantidad de películas posible como si de las rebajas del Lidl se tratase. No obstante, si algo me ha enseñado esta experiencia inolvidable es que, a veces, lo mejor es abrazar todas estas ridiculeces con ternura (porque, en el fondo, son un grandísimo privilegio) y disfrutar del trayecto de hora y media en vaporetto.